Por Ariel Aiello
Hay un partido que se juega todos los fines de semana, en cada potrero, en cada cancha de la Liga. Es un partido sin televisación, sin VAR, sin tribunas repletas.
Un partido en el que no hay contratos millonarios ni cláusulas de rescisión. Hay solo botines embarrados, pelotas que pican mal y sueños que rebotan en cada pase. Ese partido es el de la infancia.
Pero cada vez más seguido, ese partido se contamina. En las gradas, entre mate y mate, o detrás del alambrado, aparecen los gritos que sobran: “¡Pegale, nene, pegale!”, “¡Meté pata, no seas blandito!”, “¡Dale, árbitro, cobrale algo a mi hijo!”. Y lo peor de todo: las miradas de reojo, las comparaciones odiosas, los padres que en lugar de aplaudir la gambeta, reclaman el resultado como si se jugara la final del mundo.
Se olvidan, o no quieren recordar, que ellos también fueron chicos. Que alguna vez corrieron detrás de una pelota para reírse, para abrazarse con los amigos, para compartir una gaseosa después del partido, más allá de quién ganara.
El problema no es que sueñen con un Messi o un Cristiano Ronaldo. El problema es cuando el sueño deja de ser del chico y pasa a ser el de los padres.
Cuando se trasladan frustraciones propias, cuando se exige rendimiento, cuando se presiona a un niño a rendir como un profesional antes de tiempo.
Cuando el juego deja de ser juego y pasa a ser un examen. La infancia no vuelve. Y lo que queda marcado no es solo un gol o un pase errado. Lo que queda marcado es cómo nos hicieron sentir cuando intentábamos aprender, equivocarnos, crecer.
El deporte enseña valores, pero esos valores se diluyen si lo único que escuchamos son insultos o exigencias desmedidas. A los padres les digo: no busquen un contrato europeo antes de que su hijo sepa atarse los botines. No busquen revancha de sus propias carreras frustradas en las piernas de un chico. No le pidan que sea Messi. Pídanle que sea feliz. Que disfrute. Que se equivoque. Que aprenda.
Porque al final, lo que recordarán no es el resultado. Lo que recordarán es si fueron felices jugando. Y eso, créanme, vale más que cualquier Copa del Mundo.