“Jesús estaba orando, en cierto lugar, nos dice el evangelio, y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: Señor, enséñanos a orar” (Lc. 11, 1). Esta escena es muy rica en contenido y enseñanza para nosotros: cuando los discípulos contemplan a Jesús en oración, es cuando desean orar y le piden que les enseñe. Hay un testimonio orante de Jesús.
Creo que esta dimensión testimonial también se da entre nosotros. Antes que enseñar a orar, debemos dar testimonio de ser hombres y mujeres de oración. Cuando un chico en sus primeros años ve a sus padres rezar, este es el primer testimonio para él de la existencia de Dios y de la importancia y el valor de la oración. Esta es la mayor riqueza que una familia le trasmite a su hijo en la oración, descubrirle su condición de criatura y la confianza en un Dios que es Padre. Crecer en esta conciencia de ser criatura y de ser hijo, nos introduce en la verdad profunda de lo que somos y que es fuente de nuestra dignidad. No somos dioses, pero somos hijos de un Dios que es Padre.
Este deseo de los discípulos: “Señor, enséñanos a rezar”, se convierte hoy, en un mundo secularizado, en un grito esperanzador, sobre todo en muchos jóvenes que presienten o viven como buscadores de una verdad que responda a sus anhelos de sentido de la vida y trascendencia. El hablar de la oración como expresión de la verdad nos ubica en un plano más bien antropológico. Es decir, no se trata sólo de una cuestión de piedad o devoción, sino que en ella el hombre manifiesta su condición de criatura con su fragilidad pero, al mismo tiempo, su apertura trascendente o dimensión espiritual. Me atrevería a decir que la oración es para él garantía de salud espiritual. El espíritu se enferma cuando se aparta de la verdad, se sana, recobra la salud, cuando reestablece el orden en su vida. El hombre que reza puede pecar y arrepentirse, porque no se apartó de la verdad que es su mayor riqueza. Cuando una madre pone en su hijo el nombre de Dios, le está dando la llave más segura para afrontar la vida. En este sentido debemos leer el pedido de Felipe, uno de los apóstoles, a Jesús: “Señor, muéstranos al Padre, y eso nos basta” (Jn. 14, 8), que es como decirle, Señor, enséñame a rezar y ya no necesito otra cosa, porque se quién soy. Es más, diría que la perfección de un acto de caridad se da cuando, junto al gesto de ayuda al que necesita, me atrevo a enseñarle a rezar.
Como vemos, aquel pedido de los apóstoles a Jesús es siempre actual. Lo que faltan son maestros y testigos de esta verdad que hace a la vida y dignidad del hombre. Esto lo digo en primer lugar para la Iglesia, que sea una verdadera “Casa y Escuela de Oración”, como la llamaba el Beato Juan Pablo II, pero también vale para todos, en especial las familias, que son la primera escuela del niño y el camino de su fe. Es equivocado y de poca sabiduría decir que el tema de la oración hay que dejarlo para más adelante, cuando el chico libremente decida. Lo que hace a su condición de criatura y a su dimensión espiritual, pertenece al orden de su verdad y, por ello, debe ser el primer acto de amor en la educación de un niño.
Reciban de su obispo, junto a mi afecto y oraciones, mi bendición en el Señor.
Mons. José María Arancedo
Arzobispado de Santa Fe de la Vera Cruz